HOMILÍA EN LA MISA FUNERAL CELEBRADA EN LA S.A.I. CATEDRAL DE LA ENCARNACIÓN DE ALMERÍA, POR EL QUE FUE CANÓNIGO ARCHIVERO, EL EXCMO SR. D. JUAN LÓPEZ



¡Gustad y ved que bueno es el Señor! ¡Honor y Gloria a Ti, Dios del Amor!

Con estas palabras tomadas del salmo 33 y del himno popular eucarístico terminaba D. Juan López su última lección en el Seminario de nuestra diócesis. En esa lección había querido unir sus dos grandes amores, a los que dedicó toda su vida: Cristo –presente en la Eucaristía- y la Iglesia; “Corpus Misticum, Corpus Verum, unum et unicum Corpus Christi”, era la síntesis de su teología y la síntesis de su propia vida.

Y bien podía ser este -creo que así lo quiso- su testamento espiritual. Unir la Eucaristía y la Iglesia haciendo síntesis de todo en Cristo. En Él todo llega a su plenitud y por Él todo se llena de sentido. Él es el origen y la meta de todo lo que existe, por eso para Él y sólo para Él es la gloria y el honor.

No quiere la Iglesia, sabia por el Mensaje que anuncia y por la experiencia que da la historia, que las homilías de la misas de difuntos se conviertan en momento de alabanza al difunto, así también lo quiso D. Juan. “Todo, lo más sencillo posible”, me repetía pocos días antes de su muerte. Así resonarán con más fuerza las palabras con las que comenzábamos: ¡Honor y Gloria a Ti, Dios del amor!. Hablaba el sacerdote con más de cincuenta años, toda la vida, de entrega al Señor, con la convicción de que ha sido Él, el que llamó, el que ha sido fiel, muchas veces, a pesar nuestro. Ver como se va destruyendo nuestro tabernáculo terreno y mirar la mansión que esperamos en el cielo, llena el alma de un cristiano, como llenó la de D. Juan. Luchar sí, hasta el final, con proyectos en la imaginación y sobre todo en el corazón, porque un sacerdote, un pastor, un padre nunca se jubila; pero, al mismo tiempo, con la mirada puesta en el Señor, el Dios de nuestra juventud, el Dios de nuestra alegría. Al final queda la noche, y en la noche sólo se ve a Dios, y desnudamente. Pero es una noche que anuncia amaneceres, horizontes de salvación. D. Juan también vivió la noche, y un buen día amaneció no ya para este mundo, sino para Dios.

Lo había entregado todo: juventud, tiempo, desvelos, ilusiones, angustias, afectos, ahora ya sólo quedaba entregar algo, lo más importante, lo más agradable a Dios: la vida. Sabiduría, proyectos, afectos se unían definitivamente en el gran abrazo, en la comunión eterna. Ver a Dios cara a cara, poder celebrar en el cielo la Eucaristía que no se acaba, vivir sin velos lo que aquí se ha creído y predicado: Dios mismo. Recibir la gran herencia que se nos concedió en Cristo: el Cielo. Y encontrarse con tantas personas con las que el Señor lo unió en esta vida.

En la primera lectura hemos escuchado unas palabras del la segunda carta del apóstol San Pablo a Timoteo, fueron el lema que quiso elegir D. Juan el día de su ordenación sacerdotal y quiso también que fueran el norte de la vida de consagración y servicio que comenzaba y que se prolongaría por más de medio siglo: “Se de quien me he fiado”. La fe es un acto de confianza, de abandono. No creemos porque vemos, no nos han demostrado ni una de la verdades más simples de la fe; creemos por la Palabra, porque confiamos en Dios y, por tanto, en su Palabra. Por eso, la fe que tiene su campo en la humanidad pasa por noches, por silencios, por dudas, sin embargo, en medio está el Señor. Cuando un hombre pone la mano en el arado y decide trabajar en la viña del Señor, no calcula sus fuerzas, ni confía en sus capacidades, ni hace proyectos de éxito, simplemente se fía del Señor. D. Juan quiso fiarse del Señor y seguir adelante, hasta el último momento, y la tierra no fue siempre fácil ni agradecida, pero el labrador sabe de la importancia de la constancia, que lo verdaderamente efectivo es el afán de cada día, el amor que se pone al trabajar. Cómo no agradecer y admirar la paciencia y la fidelidad de D. Juan y de tantos hombres que han trabajado duramente por la fe, por dar a los demás el tesoro más grande: Cristo; como decía el Papa Pablo VI, este es el acto supremo de amor a la humanidad. No acostarse ningún día, no volver a casa sin haber anunciado a Cristo, fue un compromiso de D. Juan con el Señor; “hablar con Él y hablar de Él”, como santo Domingo de Guzmán. Hay muchas anécdotas, llenas de ternura, de este hecho que llenan la vida de D. Juan.

La fe se apoya en el poder de Dios, como dice el apóstol, con la persuasión de que es este poder de Dios el que ha de asegurar hasta el último día el encargo que me dio. El futuro no está en nuestras manos, está en la manos de Dios. El amor de Dios que lo creó todo lo llevará todo a su plenitud; nosotros somos colaboradores en la obra de Dios. No somos dueños, somos administradores, servidores del tesoro que hemos recibido, y bien sabemos que lo llevamos en vasijas de barro. Esto exige fidelidad al encargo, aunque por ello pasemos por la incomprensión, la descalificación y hasta la burla, pero es que “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. Ser ministro de Cristo es despojarse de uno mismo para dejar que Cristo viva en mi; que tu palabra, tus gestos, tu vida, no sean lo que tu quieres sino lo que Él quiere; es hacer vida lo que la teología y doctrina católicas enseñan del sacerdote, que actúa in persona Christi –en la persona de Cristo-, para eso hay que despojarse de la propia ideología, de la moda del momento para ser trasparencia fiel y clara de aquella Persona en la que actuamos.

“El Señor es mi pastor nada me falta”, hemos rezado con el salmo; es el buen pastor, quien me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas, por eso aunque camine por cañadas oscuras nada temo porque se que Él viene conmigo para darme sosiego y confortarme en las miles batallas de la vida. La vida de relación con el Señor es fundamental en el sacerdote; cuando el guerrero comienza su dura jornada, lo mismo que cuando la termina cansado por la falta, tantas veces, de frutos, queda la intimidad con el Señor, ponerse frente a Él, mirarlo cara a cara, abrirle el corazón y hablarle de tu vida y también de la de los hombres que puso en tus manos. Orar, que es hablar con Aquel que sabemos que nos ama, como decía la Santa de Ávila. Orar con la Iglesia, en comunión con todo el Cuerpo de Cristo.

Y la oración más sublime, la Eucaristía; cuando el Señor prepara para nosotros la mesa y nos da de comer, y se da a comer para hacerse uno con nosotros y nosotros con Él. Me decía siempre D. Juan: “Mira, no puedo celebrar la eucaristía con algún rencor en el corazón, porque entonces todo se convierte en aridez, tengo que celebra en paz con todos porque sólo así el Señor me llena de consuelo”. Y es que para un sacerdote lo más grande es celebrar la Eucaristía y entrar en esa misteriosa e infinitamente desproporcionada relación de amor, para ser su manos, su voz y hasta su corazón.

Y en lo más profundo del misterio que celebramos –Eucaristía y sacerdocio-, el diálogo que hemos escuchado en el evangelio: “Pedro, ¿me amas?. Señor, sabes que te amo”. El amor a Cristo es la condición para el pastoreo de su pueblo. Este texto ha servido muchas veces para la reflexión de D. Juan, era la oportunidad de poder repetirle al Señor: “Sabes que te amo”, y tomando las palabras del Santo Cura de Ars decir: “Te amo, Señor, y la única gracia que te pido es amarte eternamente. Dios mío, si mi lengua no puede decir en todos los momentos que te amo, quiero que mi corazón te lo repita cada vez que respiro”. Este es el corazón del que ama, el verdadero ser de los hombres, su grandeza tantas veces escondida. Los personajes, de alguna manera públicos, son difíciles del juzgar en la totalidad de su vida, mucho más cuando hay poco tiempo de distancia. Recuerdo un relato que gustaba mucho a D. Juan y que lo aplicaba con frecuencia a su misma persona. Lo tomaba de una bella obra del Papa Juan Pablo I, “Ilustrísimos”, en uno de los relatos dice que en cada hombre hay tres: uno el que ve la gente, otro el que ve uno mismo, y el otro, el que ve Dios. De D. Juan López se podían decir muchas cosas, lo ha dicho la prensa en estos días, y la opinión pública en los años anteriores, porque es verdad que D. Juan López no dejaba indiferente a quien lo conocía; lo dicen sus publicaciones, sus homilías, sus proyectos, era el Juan que ve el mundo, que juzgará la historia. Sin embargo hay otro Juan, el que él mismo veía y para el que pedía la misericordia de Dios, ese hombre y sacerdote que he tenido la dicha de conocer a través del ministerio del consejo espiritual y la reconciliación y que ahora está ante el juicio de Dios. Y, por último, el Juan que sólo Dios ve, a su misericordia lo encomendados en esta tarde.

“Juan, nunca te he pedido nada. Lo que sí te pido, es que no manches el rostro de la Iglesia”, son palabras de Juan Pedro Celestino, padre de D. Juan que quedaron gravadas en su alma y fueron para él el verdadero testamento que debía cumplir. La Iglesia fue pasión para D. Juan, desde su juventud como formador de futuros sacerdotes, pasando por la Catedral y hasta su último suspiro. Aprendió de D. Pedro Guerrero, arzobispo de Granada y cabeza de la iglesia española en Trento lo que debía ser un pastor de almas; de la historia de nuestra diócesis comprendió que la Iglesia había de ser apostólica –unida al Sucesor de Pedro siempre y frente al error - martirial y mariana; de su experiencia de pastor el valor de la fe del pueblo y su religiosidad; y del sufrimiento que a la Iglesia se la ama porque es nuestra madre y nos ha dado a Cristo. Por eso cuando realizó su propia síntesis teológica para los seminaristas, en su tratado de eclesiología, quiso resumirlo todo en el mismo título de la obra: “La Iglesia en la que creo y en la que sirvo”, espejo sin duda de lo que significó en su vida el concilio Vaticano II.

Pero, cómo no, había un rasgo de ternura en la espiritualidad de D. Juan, su amor entrañable por la Virgen –Virgen del Rosario, Virgen del Mar; Esperanza-. Esa Madre que veló sus sueños a lo largo de su vida y que –en una hermosa imagen de la Maternidad que tenía sobre su cama- fue la única testigo de su Pascua, de su paso de este mundo al Padre. D. Juan se fue de la mano de la Virgen a la que tanto amaba para el abrazo con el Hijo en la Trinidad Santa.


Almería, 11 de Agosto de 2008.


Ginés García Beltrán
Canónigo Doctoral de la S.A.I. Catedral de La Encarnación.

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